FERNANDO RÍOS
Durante miles de años, los dictámenes de las divinidades eran los que organizaban y gestionaban la vida diaria de la Humanidad. Los logros matemáticos, geométricos y medicinales, entre otros, se verificaban por la aceptación divina. Algo trascendental comenzó a cambiar unos 600 años antes de Cristo cuando en las ciudades griegas hubo ciudadanos que comenzaron a utilizar conscientemente su inteligencia – la razón- para entender la realidad analizando, ponderando, estableciendo conclusiones y compartiéndolas entre sí. El paso siguiente fue pretender gobernar las ciudades basándose en su capacidad de raciocinio. Había nacido la Filosofía -etimológicamente, amor a la sabiduría-.
Las divinidades olímpicas no desaparecieron, pero fueron relegadas a ser símbolos de pertenencia a un colectivo -la ciudad y sus rituales- porque la vida política ya se definía por los argumentos y actuaciones de los ciudadanos. Así sucedió con el posterior legado romano. Llegó el Cristianismo que impregnó la vida de religión durante muchos siglos, aunque la llama filosófica no se apagó del todo resurgiendo en el siglo XV en las ciudades comerciales italianas con el Renacimiento; este movimiento no pudo pararse porque, durante los siglos siguientes, se extendió por Europa, América y resto de continentes.
De la Filosofía surgió un lindo retoño, la Ciencia, entendida como el compendio de todos los descubrimientos humano y que empleaba una metodología precisa y clara, centrando sus estudios en los hechos materiales, alejándose de su madre porque esta se había quedado apegada a las especulaciones. A pesar de las constantes reticencias religiosas reprimiendo y anatematizando los descubrimientos asustada por la pérdida de su predominio social, el conocimiento humano -la Ciencia- despegó y en él estamos.
Ahora bien, conviene realizar algunas matizaciones. Las conclusiones científicas son enunciadas después de rigurosos análisis y comprobaciones; no surgen a la ligera; por otro lado, tienen carácter atemporal, en el sentido que pueden ser explicadas en cualquier período de tiempo; además, poseen validez universal porque no son propiedad de grupos ni naciones y están al servicio del bienestar humano. La ley de la gravedad es común a toda la Humanidad, así como también lo es saber cómo funcionan los órganos del cuerpo humano.
Aunque suene paradójico, los avances científicos, en cualquier disciplina, demuestran que todavía hay mucho por seguir investigando. Son la constatación del nivel de ignorancia que todavía posee la Humanidad, lo que es visto con humildad y, al mismo tiempo, como acicate.
Mucha gente piensa que la Ciencia ha sustituido a la vida espiritual en el orden superior de las creencias y esto es visto como herejía. Nada más lejos. Como ha quedado dicho, la Ciencia tiene origen netamente humano; sus conclusiones son importantes, pero, siguiendo la humildad antes mencionada, están abiertas a ser modificadas cuando surjan nuevas evidencias, lo que no quita valor a las conclusiones que hoy están presentes.
Por tales motivos, vida espiritual -religión- y Ciencia no son del todo incompatibles, pero es evidente que la curación, por ejemplo, de cualquier tipo de cáncer pasa por abrazar los dictámenes de la Medicina sin que, en tal caso, debamos obviar la Fe que quedaría circunscrita al ámbito más privado.
No quiero terminar sin olvidarme del dolor, de las presiones, de las discriminaciones y también de los asesinatos que muchas personas han tenido que pagar por dedicarse a la Ciencia, por lo que quiero mostrar mi más sincero agradecimiento a todas ellas.